¿Cómo soy? ¿Cómo han influido las lecturas en mi
personalidad?
¿Somos lo que leemos o nos buscamos en lo que leemos?
Me pregunto. Y me respondo: un poco de las dos cosas, supongo. Por un lado
buscamos lo que nos gusta, aquello con lo que nos identificamos y, al mismo
tiempo, en esas lecturas encontramos nuevas maneras de entender el mundo. Me
vienen a la cabeza lecturas tan reveladoras como, por ejemplo, El guardián entre el centeno de J.D.
Salinger en la que el protagonista, un adolescente, posee una inteligencia y
sensibilidad tal que es capaz de dejar en evidencia (con sus razonamientos) a
la sociedad entera, convirtiéndose él mismo en una víctima (acaban internándolo
en una institución mental) de un mundo insensible y sin sentido. Otro autor que
me ha influido mucho ha sido Paul Auster, con obras como Leviatán, Ciudad de cristal,
El libro de las ilusiones o Brooklyn Follies este escritor se adentra en
las profundidades de su propio yo con tal sinceridad y mostrándose tan desnudo
que resulta difícil no reconocerse y aprender sobre uno mismo. Pero quizá la
influencia más grande sea la esencia literaria en sí. Esa forma artística de
revelar el mundo desde el arte, en este caso desde la palabra escrita, y
enseñarnos a mirar “poéticamente” lo que rodea nuestra vida. Como decía Hitchcock,
lo importante no es la manzana sino cómo pintas la manzana. En Estados Unidos
ocurrió, allá por los sesenta, un terrible crimen: una familia de granjeros fue
asesinada por un par de delincuentes comunes que al final solo se llevaron unos
míseros dólares de la caja fuerte. A fecha de hoy ya casi nadie se acordaría de
ese atroz suceso si no fuese porque Truman Capote lo elevó a la categoría de
arte al transformar el hecho real (la manzana) en literatura: A sangre fría.
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